martes, 7 de octubre de 2008

Medio siglo de luchas

En las páginas siguientes transcribiremos el testimonio de Luis Emilio Morín, un compatriota cuya trayectoria política y su perspectiva histórica pueden llamarse excepcionales: Morín ha sido testigo y participante de los grandes movimientos y alzamientos populares desde 1957 hasta la fecha, así que el hombre puede llenarse la boca diciendo que nadie le ha contado la historia reciente de Venezuela: él la ha vivido y ha sido además su protagonista.
Este texto contiene extractos del testimonio de Morín, el cual fue publicado íntegro en el libro Del 11 al 13, de José Roberto Duque (Fondo Editorial Fundarte, 2007). En él compara los alzamientos y revueltas de 1957, 1958, 1989 y 2002; cómo sucedieron, qué hacía el enemigo, cómo palpitó el pueblo en cada uno de esos eventos.


A mí me ha tocado muchas ver bravo y alzao a este pueblo, compañero.
Yo me llamo Luis Emilio en honor de un hermano de mi abuela, a quien Gómez se llevó de la casa, lo metió en una cárcel y lo desapareció. Así que no había forma de que me desviara; ese antecedente hizo que tuviera conciencia, desde muy temprano, de una obligación de sangre y una obligación moral. Para mí ser revolucionario no es una moda ni una pose sino eso, una obligación.
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Yo vivía en un cerro, en El Guarataro (San Juan), arriba hacia El Observatorio. En esos días se planificaba un asalto al cuartel Bermúdez, lo que hoy es el retén de La Planta, en El Paraíso, y que entonces era un batallón de la Policía Militar. Era un plan de Acción Democrática, y por cierto que Luis Miquilena se incorporó a ese grupo. Ellos se reunían en un galpón de la Dodge que quedaba por Quinta Crespo; pensaban salir una noche y asaltar el cuartel. Después se habló de que eran unos cien hombres los que se reunían allí. El caso es que el Gobierno descubrió el plan y la policía política se presentó en el galpón, se produjo una balacera y hubo unos muertos. A Luis Miquilena lo agarraron y le dieron un poco de coñazos. Digo yo ahora, a medio siglo de aquello, que si le hubieran dado un poquito más duro el hombre hubiera muerto como un héroe, y los venezolanos nos hubiéramos ahorrado después unas cuantas cosas.
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A finales del 57 comenzamos a participar en constante agitación callejera. Para mí era emocionante, era como una aventura. Cada vez que había disturbios era seguro que se presentaba la policía, muchas veces nos cercaban y había que escapar como fuera. Yo sentía tanta emoción de estar participando en estas cosas que una vez me fui caminando con un compañero de estudios desde el Parque Carabobo hasta San Martín, hasta el liceo República del Ecuador, donde daba clases el profesor González Blondel, para contarle en qué andaba. Era el orgullo del muchacho que va a donde su guía, a donde el hombre que lo formó, para darle cuenta de las actividades en que andaba. En eso me agarró diciembre del 57, la huelga universitaria y los conflictos serios en la calle calle, y en enero la recta final de la dictadura. Todo enero de 1958 fueron acciones de calle, sobre todo los días finales, el 21 y el 22. Estuve activo esos días, participando en la agitación.
La madrugada del 23, cuando toda Caracas escuchó el avión de Pérez Jiménez que se iba y la noticia del derrocamiento, salimos a la calle, pero no a celebrar porque había asuntos que resolver. Ese día me fui para la sede de la Seguridad Nacional, que quedaba en la avenida México frente a la Escuela Experimental Venezuela, donde hoy está el hotel Alba (antes Caracas Hilton). Me abrí paso hasta el frente, junto con la vanguardia. Aquello era un gentío enardecido armado de piedras, tubos y palos, dispuesto a sacar a los esbirros de su guarida.
De pronto, los esbirros comenzaron a disparar desde adentro. La Seguridad Nacional sabía que la dictadura estaba derrocada pero ahí estaban algunos de ellos, atrincherados, resistiendo, tratando de disuadir a los atacantes. A mí me agarró la plomazón antes de llegar a la acera; aquel poco de gente retrocedió corriendo o lanzándose en el pavimento y yo pegué un brinco, mi hermano, que todavía hoy paso por ahí y no me explico cómo pudo ser, porque de un solo salto pasé por encima de las rejas de la Experimental Venezuela y caí del otro lado. Ahí están las rejas, igualitas, cualquiera puede ver lo altas que son. Pues yo del susto las brinqué y no entiendo cómo. Me acordé del dicho, donde ronca tigre no hay burro con reumatismo.
Nada más tuve un problema: al pasar por encima de las rejas, que terminan en unas flechas, una de esas puntas me ensartó la bota del pantalón y me lo abrió desde abajo hasta la entrepierna. Me di cuenta porque yo estaba acostado en la grama de la escuela, que estaba mojada, las balas pegaban en los charquitos de agua y de pronto sentí que me salpicaba agua fría en la pierna. Me vi la pierna y dije “¡Coño!”, tenía el pantalón abierto como una falda.
Unos pocos minutos después me tocó ver una de las escenas más fuertes que he visto en mi vida. En algún momento los esbirros dejaron de resistir o se entregaron, y entonces vino la venganza popular. A uno lo degollaron. A otro le dieron con una botella en la cabeza y después lo agarraron a golpes. Yo no participé en el linchamiento pero vi muchas cosas.
Decidí irme a la casa. Estaba horrorizado. Pero lo que hice fue cambiarme el pantalón y volví a salir a la calle.
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Poco después me tocó participar en otra escena de pueblo muy fuerte, pero no por sangrienta sino por honorable, yo diría que heroica. Fue cuando Richard Nixon vino a Venezuela, en mayo del 58, y estaba previsto que el tipo fuera al Panteón Nacional a ponerle una ofrenda al Libertador.
En los preparativos de la ceremonia, un grupo de cadetes venía desfilando desde el cuartel San Carlos hacia el Panteón, pero antes de llegar, en una calle estrecha que pasaba por donde hoy está la Cadena Capriles, los presentes se acostaron en el piso y no dejó que los militares pasaran. Un muchacho se abrió el saco y peló el pecho frente al pelotón desafiándolo a que le dieran un tiro, pero no hubo represión. El oficial a cargo dio la orden de romper filas y los militares se devolvieron.
Pero no fue lo único que pasó en Caracas. El pueblo estaba enardecido, el carro donde iba el gringo fue atacado a pedradas, el repudio era general. Fue mi primer encuentro con el alma antiimperialista de este pueblo. No había triunfado todavía la Revolución Cubana pero ya aquí había un rechazo natural hacia Estados Unidos. Nixon era el representante de un gobierno criminal, era la época del McCartismo, era el anticomunismo en bruto, y en Venezuela ya odiábamos eso. Ya con esa eran dos veces que yo veía a este pueblo lanzarse a la calle con rabia, a hacer cosas de loco, y participaba con él. Ese mismo día, durante los sucesos del Panteón, algo me dijo que esto era un compromiso. Fue en ese momento cuando decidí que valía la pena abandonar todo, estudios, trabajo, casa y lo que fuera, para pelear por la Revolución.
Y así lo hice, unos años después. Con esas mismas ganas de muchacho me incorporé a la lucha armada. Un cuento largo que no viene al caso, pero que me sirvió de preparación para lo que vino después.

Sin dirigentes ni objetivos

Veinte años después vi de nuevo al pueblo desbocado expresando su indignación. Esta vez lo hizo de una forma difusa, destructiva, y se entiende porque fue una explosión social sin dirección política y sin fines específicos. El 27 de febrero me agarró en la esquina de Cristo, en la Nueva Granada. Ahí, a una cuadra del Nuevo Circo, pude ver el inicio del estallido. En seguida me di cuenta de que era una situación peligrosa, porque las personas se sentían inmóviles. Los momentos más peligrosos de un tumulto son esos, cuando la masa siente que no se puede mover. Y era el terminal del Nuevo Circo, que para esa época concentraba mucha gente en un espacio muy incómodo, muy hacinado y muy caótico.
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Durante el sacudón la función de quienes teníamos responsabilidades organizativas se limitó a resolverle la logística a los compañeros o vecinos que comenzaron a ser perseguidos, a garantizarles el escape o el escondite, a activar una emergencia en la zona cuando empezó la represión. Más allá de eso no se podía hacer nada, porque aquello no fue un ejercicio o un acto de militancia política sino una explosión. En enero del 58 había un objetivo, que era desbaratar la dictadura; unos meses después era expresar rechazo a Nixon. Pero lo de 1989 no tenía ningún objetivo, así que los dirigentes no teníamos nada que hacer ni para dónde dirigir aquello.
Catorce años más y me tocó participar en el movimiento más hermoso que recuerdo después de tanto agite, tanta actividad política y tanta militancia. Toda una vida y toda una trayectoria, y después me veo metido en el zaperocón de abril de 2002.
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Yo estaba pegado a la baranda del puente Llaguno, mirando hacia abajo, cuando vi caer a los primeros dos compañeros. Por mi madre que los disparos no se escuchaban; uno estaba hablando aquí con unos compatriotas y de repente uno de ellos cayó al lado con la cara bañada en sangre. Lo recogieron entre varios y se lo llevaron. Al segundo lo vi caer también, sin que nadie escuchara un tiro. Así, de pronto; uno estaba mirando para abajo y de repente -¡mierda!, ¿qué coño está pasando?-, el hombre cayó al piso. Cuando nos acercamos para auxiliarlo nos dimos cuenta de que el señor tenía la parte de atrás de la cabeza blanda y colgando, como un colador de café. Entonces sí comenzamos a escuchar los tiros, pero no la detonación sino el golpe del plomo contra las barandas del puente y el zumbido cuando se desviaba. También vimos que las ventanas del edificio que teníamos detrás se volvían pedazos, pero nada que oíamos el arma de fuego. Fue entonces cuando pensamos en francotiradores disparando con silenciador. En la avenida Baralt, en la parte baja del puente, sólo había gente nuestra en medio de la avenida y unos cuantos transeúntes pegados de la pared, corriendo hacia arriba.
Fue un momento de confusión pero nadie se tiró al suelo. Allí parado, sintiendo como silbaba la metralla, me acordé de aquellos tiros del 23 de enero del 58 y mi salto increíble por encima de las rejas de la Escuela Experimental Venezuela. Pero esta vez no había una reja para donde saltar, no sabía de dónde venía el plomo y de todos modos a mis 60 años no hubiera podido pegar un brinco de aquellos.
Con el tiempo, como le pasó a todo el mundo, le he dado su verdadero valor a la acción de los compatriotas que dispararon desde el puente, esos que la televisión bautizó como “Pistoleros de Llaguno”. A esos señores han querido presentarlos como criminales que se ensañaban contra la marcha, pero yo soy testigo de que no fue así. Ellos empiezan a disparar con sus pistolas cuando “La Ballena”, el camión ese blindado de la Policía Metropolitana, aparece en la avenida Baralt, y eso fue más una defensa simbólica que una acción eficiente.
En ese momento ninguno de nosotros lo sabía pero después quedó claro que una parte de la marcha estaba formada por grupos que traían una estrategia, y esa estrategia era formar una tenaza sobre Miraflores: unos cayendo por la avenida Sucre, por la parte de atrás, y otros cayendo por la Urdaneta. A todos ellos les abría paso la Metropolitana. Cuando desde Llaguno empiezan a dispararle a “La Ballena”, a la PM esto le creó un efecto sicológico que a muchos nos ha pasado alguna vez: cuando uno toma la ofensiva y se encuentra con alguien que resiste haciendo mucha bulla, a uno le da por pensar que del lado de allá van a disparar con ametralladoras, cañones, morteros y todos esos peroles bélicos.
Los pistoleros de Llaguno eran cuatro o cinco, pero gracias a esa defensa sorpresiva la PM decidió abortar la estrategia de penetración, después de unos minutos más de intercambiar disparos (ellos están acostumbrados a que cuando disparan la gente les huye) y los elementos organizados de la marcha no pudieron acercarse nunca a menos de cuatro cuadras.
A las 6:30 de la tarde, después de presenciar algunas escaramuzas y dedicarnos a ayudar con los heridos, comenzamos a notar muchos signos de desmoralización. Recordamos el llamado a organizar la resistencia de largo aliento en los barrios, y decidimos irnos, cada quien a su zona correspondiente.
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Desde el 11 ya se había hablado de un proceso largo de resistencia, y cuando se dio la coronación de Carmona y la rueda de prensa de Miquilena empezamos a activar los grupos que se habían dispersado, el mismo día 12. Fue algo así como resucitar la experiencia de la Asamblea de Barrios de Caracas, pues había camaradas de San Juan, Caricuao, La Vega, Macarao, el 23 de Enero, Catia. Los compañeros de la carretera vieja Caracas-La Guaira decidieron cerrar la autopista, y esa acción fue de suma importancia, fue un tremendo acierto de esos compas. Por mi parte, luego de unas llamadas de unos camaradas instalados en Maracay y con conexiones dentro de las instalaciones desde el 92, decidí irme hasta allá.
(…)
Al anochecer del 13 de abril apenas tuve ánimo para esperar despierto y ver por televisión el fin de la historia, el regreso del hombre.
Como todo el mundo en todas partes, sentí una profunda alegría al ver su primera alocución, en la madrugada. Pero llegó el momento en que mostró el crucifijo, y la cosa no me cayó muy bien. Pensé: “Él sabe lo que está haciendo”. En otra circunstancia lo hubiera aplaudido. Pero no después de haber visto al pueblo como lo vi, ni después de pasar por lo que pasé.
Pero ganamos, y eso es lo que importa.

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